Escuché por primera vez El Pájaro de Fuego* cuando tenía alrededor de 20 años. En aquel entonces mi apetito por descubrir nueva música era voraz –algo que no ha cambiado demasiado con el paso de los años-, quería escucharlo todo y si era “música clásica” –una etiqueta, en mi opinión, nada afortunada- mucho mejor.

Había leído que un ruso llamado Igor Stravinsky había revolucionado la música, que había abierto un nuevo camino, que había encendido una luz que alumbraba un maravilloso nuevo mundo por descubrir, convirtiéndose en uno de los compositores más importantes del siglo XX.

Un día, no recuerdo cómo, un CD de Stravinsky llegó a mis manos e inmediatamente lo grabé en un casete. En aquella época trabajaba con mi padre pintando casas y pisos; tenía un viejo walkman Sony que había heredado de mi hermana y que siempre me llevaba a trabajar dentro de una riñonera junto con 3 o 4 casetes para escuchar durante todo el día. Así que la primera vez que escuché una obra completa de Stravinsky lo hice mientras pintaba o lijaba una pared, o mientras cubría el suelo con plásticos y papel periódico.

Cuando las primeras notas de El Pájaro de Fuego empezaron a sonar el mundo se detuvo. Jamás había escuchado algo semejante; era melódica, armónica y rítmicamente tan diferente. Estaba impresionado. Enseguida supe que había descubierto algo que cambiaría definitivamente mi manera de percibir, entender y concebir la música. Cuando llegó el final estaba desconcertado, no daba crédito a tanta brillantéz. ¡Qué orquestación!

Stravinsky se convirtió en uno de mis compositores de referencia y en una inagotable fuente de inspiración. Gracias a sus obras mi apetito musical si hizo más voraz si cabe. Y entonces llegaron Zemlinsky, Szymanowski, Bartók, Rachmaninov, Schoenberg, Webern, Shostakóvich, Villa-Lobos, Cage y un largo etcétera. El mundo se hizo inabarcable, infinito.

Hay demasiada música para escuchar y muy poco tiempo para hacerlo.

*El Pájaro de Fuego es un ballet basado en un cuento de hadas popular ruso estrenado en el Teatro de la Ópera de París en 1910, con coreografía de Diaghilev y libreto de Michel Fokin.

Fernando Prado.

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