
Deberíamos estar hablando de cuerpos que huyen, que se desplazan, de cuerpos que transportan vidas, de cuerpos que sudan, que tiemblan, de cuerpos que caminan y se arrastran hacia ninguna parte, de cuerpos humillados, de cuerpos despojos, de cuerpos que no valen nada, de cuerpos carnaza, de cuerpos objetivo.
Deberíamos estar hablando de cuerpos. Cuerpos acribillados a balazos, cuerpos llenos de metralla, cuerpos mutilados atrapados bajo toneladas de escombros, cuerpos reventados al azar por las bombas. Deberíamos estar hablando de cuerpos para imaginar, aunque sea remotamente, el dolor; no ese dolor metafísico que produce la pérdida de un ser querido, un desamor, la ansiedad, la depresión, que también, sino el dolor físico. El dolor de los cuerpos, de la carne, de los huesos, el dolor que circula por el sistema nervioso central y que el cerebro no sabe procesar, el dolor que grita a través de una boca animal.
Deberíamos estar hablando de cuerpos porque los cuerpos que estallan como sandías en diferentes lugares del planeta son iguales que el nuestro. Eso podría llevarnos a pensar en la macabra posibilidad de que esos cuerpos hechos jirones, desangrados, un mero bulto de carne informe, podrían ser los cuerpos de tu padre, de la hija del vecino, el tuyo o el mío. Llegaríamos en un segundo a la conclusión lógica de que todos los cuerpos son iguales, ya no solo en lo que morfológicamente los define como miembros de una misma especie, sino también en cuanto a cuerpo humano, cuerpo sintiente, cuerpo herramienta, cuerpo trabajo, cuerpo explotado, cuerpo político, cuerpo continente, cuerpo cárcel, cuerpo vivo.
Deberíamos estar hablando de cuerpos y de dolor. Sin embargo, no sé de qué estamos hablando.
Fernando Prado.
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