
Siempre me pasa que, cuando veo una multitud congregada en las calles ondeando banderitas y gritando al unísono -más o menos- consignas a favor o en contra de esto y aquello, exacerbados y creedores de poseer la verdad absoluta, resoplo víctima de un aburrimiento atroz. Definitivamente, las patrias no son para mí; de hecho, y sin ánimos de ofender a nadie, en lo que a mí respecta Patria es un concepto obsoleto que sorprendentemente continúa generando pasiones y pulsiones aquí y allá -dejemos la monarquía para otra ocasión-.
Es absolutamente normal que existan multitud de opiniones y posicionamientos respecto al dichoso pacto de la amnistía. También lo es que se convoquen manifestaciones en contra, que aquellos que no están de acuerdo se congreguen frente a las sedes de los partidos políticos firmantes, que se hable de traición y que muchos se sientan decepcionados, dolidos y piensen que, ahora sí, el paralelismo con Venezuela es innegable. Todo cabe en la democracia -algo parecido pasa con las religiones-, sí, incluso el insulto y la descalificación. Lo que no podemos permitirnos como sociedad -o no deberíamos- es olvidar.
Cuando escucho personas gritando “Marlaska, maricón”, “puto rojo el que no bote”, “España cristiana, no musulmana”, cantando el “cara al sol”, o veo a un energúmeno con el torso desnudo dándose golpes en el pecho y haciendo el saludo nazi no puedo evitar preguntarme: “¿aún estamos así?”.
A la oposición pirómana: es muy fácil prender un fuego, incluso atizarlo; lo difícil es, una vez descontrolado, evitar que la casa se queme por completo.
Fernando Prado.
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