Por qué te moriste José Alfredo

Podía suceder en cualquier sitio y circunstancia, cuando a lo lejos se escuchaba una canción de José Alfredo o si alguien lo parafraseaba, Yamil miraba al cielo y decía en voz alta y exagerada: «¡Por qué te moriste José Alfredo!», para después cerrar el puño y dar pequeños golpecitos histriónicos sobre la mesa o sobre su propia pierna, como de lamento y drama pero «en plan broma». Era muy gracioso verlo. Pensé en postear sobre la anécdota y hablar del compositor y cantante, porque en noviembre se cumplieron 50 años de la muerte de José Alfredo Jiménez y con todo y su machismo, tiene composiciones brillantes que todavía cantamos y otras que se han resignificado. Pero ya no lo haré…

Hace dos semanas, mi mamá me avisó a las 9 de la mañana de que Yamil había muerto. Cuando quieres mucho a alguien, su muerte siempre es irreal, va llegando a gotas, gota tras gota, y con el tiempo te sumerges en el mar de su ausencia. A partir de que lo supe y después de (en la distancia) averiguar lo qué pasó, entonces comencé a recordar, hacía tiempo que no recordaba tanto en tan poco tiempo. Llené mi cabeza de pasado.

A él lo conocí cuando yo tenía diez años, fue una tarde a principios del 90. Estuvo horas hablándome de sus aventuras junto al Santo (el luchador enmascarado de plata), uno de sus amigos era hijo del manager, así que se fue de gira con ellos para ganarse algo de dinero. Durante varios años convivimos mucho, una temporada a diario, después los fines de semana. Teníamos más de treinta años de amistad.

Me contaba toda clase de historias y experiencias, desde tirar un limón desde el balcón del tercer piso para entender la gravedad y su efecto sobre los objetos, hasta de su época de alpinista. Me decía que el chocolate «Carlos V» más delicioso que comió en su vida fue en la cima del Popocatépetl, cuando sí lo podías escalar. De hecho, creo que él y sus compañeros alpinistas hicieron una ruta nueva a la que le pusieron un nombre que no recuerdo.

Conviví muy de cerca con el oficio de arquitecto al verlo día a día en su mesa de trabajo (restirador) en el departamento donde vivíamos. Los artilugios que utilizaba me resultaban muy curiosos: las reglas, escuadras, escalímetros y compases, los estilógrafos, la máquina de borrar, la de afilar, los diversos portaminas, los papeles, la lámpara, los metros para medir, los manuales y reglamentos. Me fascinó ese mundo y después, cuando me prestó el libro del «El Manantial» de Ayn Rand, fue que decidí intentar entrar a la facultad de arquitectura de la U de G. Lo conseguí, no fue fácil porque hay mucha gente intentando entrar. Él fue de los pocos que confío en que yo podría hacerlo, con muchas complicaciones terminé y me titulé.

El cariño a los monumentos históricos y a las culturas originarias lo aprendí de Yamil y de sus colegas arqueólogas y antropólogas. Recuerdo unas vacaciones largas en Tepic, uno de sus amigos, que era museógrafo del INAH, me aceptó en su oficina, para en sus ratos libres enseñarme a pintar con acuarela, no lo conseguí, era muy difícil, Yamil me decía: Utiliza el papel como si fuera color blanco, la acuarela debe ser transparente, y los tonos matizarlos capa sobre capa. Eso lo he entendido hace muy poco tiempo.

En las largas comidas, cenas y sobremesas charlábamos mucho, de todo. Me enseñó un montón de cosas y junto a él aprendí viendo otras tantas. Cuando hablaba de sus amigos muertos, se servía en una copa o en un caballito, tequila o alguna otra bebida, levantaba la copa al aire, brindaba por ellos y la bebía. Siempre me gustó esa forma de recordar.

En la distancia intenté, intentamos escribirnos a menudo, en ocasiones él se despedía en los mails diciendo: Oye, hazme un favor, no te mueras nunca.

Es probable que sea el único favor que no pudo hacer, sí se murió.

¡Por qué te moriste Yamil!

Augusto Metztli

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