
Los últimos días he estado muy pendiente de lo que se ha publicado en las redes sociales. Me llama particularmente la atención la épica de los opositores, en especial la de los venezolanos que viven en Europa o Estados Unidos. Muchos de ellos se imaginan regresando a Venezuela para reencontrase con su familia y poder criar a sus hijos en un país libre, se abren el pecho y gritan a pleno pulmón lo mucho que aman a su Patria; piden, ruegan, incluso exigen a Dios, a la Virgen de la Coromoto, a María Lionza, a Guaicaipuro, a José Gregorio que los escuche, que dejen de mirar a otro lado, que está bueno ya, que no aguantan ni un minuto más de “revolución”. Permítanme discrepar. Mi generación emigró antes de la entrada del chavismo, cuando el país ya sufría un deterioro importante; y aunque algunos no lo reconozcan, les pueda la nostalgia o posteen cualquier mierda en las redes porque es lo que toca y queda bien -los venezolanos somos insoportables cuando nos da por el martirio-, no vamos a regresar. Al menos no lo haremos los que hemos conseguido una vida mínimamente decente en otro lugar. ¿Regresar a dónde, regresar a qué? ¿A un país colapsado, sin tejido industrial ni comercial, sin infraestructuras, con una perenne devaluación de la moneda? ¿A vivir otra vez en una cola diaria, en el desorden y el caos, en la inseguridad, en la paranoia? ¿Al país del cuando tú vas, yo vengo, de la viveza, del trapicheo, de la corrupción sistémica y la polarización? Ni de vaina. Ustedes, que se fueron de Venezuela por voluntad propia huyendo de todo esto, que llegaron a Europa y se adaptaron rapidito a una vida más tranquila y segura en países en los que -con sus más y menos- las cosas funcionan y a cuyas sociedades, por cierto, no se cansan de criticar, vienen a decir ahora que forman parte de los 8 millones de venezolanos que han dejado el país en los últimos años. Se equiparan a golpe de tuit o reel con los desesperados que arriesgan sus vidas cruzando el Darién y atravesando Centroamérica para llegar a EEUU, a los presos y torturados por el régimen, y entonces lloran y se desgarran en un drama descomunal y sufren de manera inconmensurable, y venga banderitas y pendejadas. Tengan, por favor, un poco de coherencia, de respeto y de memoria. Y, si no es mucho pedir, váyanse al carajo. ¿Ustedes qué han hecho, de manera objetiva y constructiva, para cambiar las cosas?
Siempre he mantenido una postura crítica tanto hacia el oficialismo como hacia la oposición. Eso no sirve para redimirme, tampoco lo pretendo. Debemos admitir que la oposición ha cometido muchos errores, que la desesperación les ha llevado a actuar en ocasiones de manera antidemocrática y populista -¿no les suena esta palabrita?-, que el tono del discurso no ha sido quizás el más adecuado, que a día de hoy carece de un proyecto sólido. Es lícito sentir hartazgo después de 25 años de “revolución” y, se compartan o no posturas políticas, es absolutamente comprensible. Lo que no debe ocurrir -no una vez más- es convertir el hartazgo, la frustración, la rabia, en violencia. Maduro tiene que irse, muchos estamos de acuerdo en eso. Sería bueno que la comunidad internacional continuara haciendo presión hasta que se publiquen las actas. Es imprescindible que haya una transición democrática, pacífica y pactada. Parece imposible, pero lo que definitivamente no ayuda es echar gasolina al fuego. Toca construir, gente, no arrasarlo todo. Me sorprende y entristece que haya algunos -y no pocos precisamente- pidiendo un golpe de Estado o una intervención militar sentados en el sofá con el aire acondicionado a 21 grados, proclamando que los detenidos y los muertos son el precio con el que se paga la libertad, arengando a los que están allá, en el meollo de la problemática, que salgan a la calle y pongan la cara delante de los antidisturbios para que se la rompan a perdigonazos. Insisto: váyanse al carajo.
El chavismo ha demostrado tener más vidas que un gato y siempre cae de pie. Me gustaría pensar que se les acabó el tiempo, que el cambio es inminente. Ya veremos.
Fernando Prado.
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