En el verano de 1996, me debí quedar en casa porque no me había ido bien en la prepa, así que mi ocio y actividades de ese mes y medio, se reducían al departamento donde vivíamos. Fue entonces que descubrí y disfruté muchos de los eventos deportivos de las Olimpiadas, que en ese año se celebraban en Atlanta.

Quería estar pendiente de lo que pasaba en las Olimpiadas en París, después de ver nuevamente las injusticias que sucedieron para que este evento saliera adelante, como permitir que Israel participara, a pesar del genocidio que está haciendo en Gaza, no aplicando el mismo principio por el que Rusia no, o el desalojo «forzado» de personas que vivían en campamentos en las zonas donde sucederían las Olimpiadas.

Me interesaba especialmente las competiciones donde participaban mexicanos y mexicanas, y la que no quería perderme para nada era la de Natación sincronizada. Porque el equipo de la mexicanas había llegado a París y a las competiciones previas con muchos trabajos por la falta de presupuesto, por cuestiones políticas y las corruptelas de siempre en los altos puestos del deporte nacional.

Las rutinas que más me gustaron fueron la dedicada a la mariposa Monarca y la otra a Matlalcueye diosa del agua tlaxcalteca. De esta última, el momento que más me emocionó fue cuando todas forman una especie de plataforma, de donde emerge una de ellas, y se queda unos momentos sobre la superficie del agua rotando sobre su propio eje, escupiendo agua por la boca y con la mirada de figura de arcilla de anahuaca, mientras se escucha la música de los pueblos originarios.

No recuerdo en qué lugar quedaron, hace tiempo que intento no darle importancia a uno de los objetivos de las competiciones que es clasificar y numerar. Solo me importó disfrutar y ver varias veces eso tan bonito y significativo que hicieron.

Lo que más me gustó de todo, fue ver a Matlalcueye en París.

Augusto Metztli.

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