Obeliscos

Cada mañana te dejas caer de la cama y sin saber muy bien cómo apareces en el baño, sentado en la taza del váter. Orinas a oscuras, la frente apoyada en las manos, los codos clavados en las piernas, y tras la última gota expulsada te sacudes con un escalofrío, te subes los calzoncillos y enciendes, por fin, la luz. Descargas la cisterna y te sitúas delante del espejo. Te ves ahí reflejado a través de la niebla legañosa y, a pesar de las bolsas de los párpados, de las arrugas en la frente, de los labios reducidos a una superficie ligeramente abultada y llena de surcos, crees reconocerte. Ya no eres lo que eras, te dices, aunque aparentemente pareces ser el mismo. Todo forma parte del colosal engaño que te aplicas con tal de hacer la vida más soportable, la ilusión de que el tiempo no transcurre inexorablemente y que cada día, cada segundo que pasa, estás más cerca de convertirte en un cadáver, de ser olvido y formar parte de la nada.

Sigues teniendo los mismos ojos marrones, aunque no la misma mirada; las mismas pecas regadas por el cuerpo, aunque quizás ligeramente desplazadas; la misma expresión, solo que revestida de un cansancio casi imperceptible. Tu cuerpo continúa funcionando bien gracias a la buena alimentación y al ejercicio diario, a las rutinas y los horarios inflexibles, y a una disciplina casi militar, seguramente absurda, que en ocasiones te hace pensar que te has convertido en un esclavo de ti mismo. Te enjabonas bajo la ducha pasando la esponja con fuerza sobre los músculos aún tonificados, te masturbas como si fueras un adolescente, te cepillas los dientes, te cortas las uñas de los pies sin partirte por la mitad. Todo está en orden.

Hojeas el periódico mientras desayunas y te enteras de que unos investigadores han descubierto una nueva entidad biológica en el interior del ser humano. Los obeliscos -así los bautizaron- son agentes infecciosos -más sencillos que los virus- que colonizan algunas bacterias de la boca y los intestinos, cuyo impacto sobre la salud humana, perjudicial o beneficiosa, está todavía por dilucidar. La soberbia seguridad con la que caminabas sobre la cuerda desaparece y de pronto todo se tambalea. Ahora que habías asumido tus carencias y defectos, que habías aprendido a vivir con tus traumas, que habías aceptado tu cuerpo -una entidad cuyo funcionamiento creías al fin comprender-, vienen unos tipos a decirte que no, que no tienes ni idea de los que eres; de hecho, ni ellos mismos saben cómo es posible que estés vivo. Entonces se abre un abismo y durante unos segundos estás a punto de ser devorado por sus fauces colosales y de perderte para siempre en su oscuridad inaudita. Te salva, una vez más, el borboteo del café.

Fernando Prado.

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