
Quetzalcóatl se fue navegando por sus aguas, prometió volver desde ese mismo mar, cuando encontrara la redención que buscaba en el horizonte. Los mayas le llamaban Yóok’kʼáab, ahora le llamamos Golfo de México.
Los refugiados de las guerras europeas del siglo XX llegaron por ahí, huyendo del fascismo. Incluso hay una placa conmemorativa que recuerda a los republicanos españoles que arribaron por miles al Puerto de Veracruz.
Mi abuelo y abuela maternas vivieron una temporada en la zona, supongo que por la década del 70. Cuentan muchas anécdotas que pasaron por esas tierras, así que tenemos un cariño especial por ese puerto, sin ser oriundos de ahí.
En primavera de 1998 conocí Veracruz, pasé unos días. Me gustó ver el típico baile de danzón que hacen en la plaza central, estar a oscuras en la playa escuchando las olas del mar o tomar café con leche en la tradicional «La Parroquia», llamando a los meseros tintineando la cuchara en la taza para que te preparen el café en la propia mesa. Esa ciudad es encantadora.
Hay tantas historias de todos los tiempos que han sucedido alrededor de ese mar, llenas de bondad y esperanza.
Por eso, que un señor enojado con la vida, odiando todo lo que no sea malévolo como él, quiera cambiarle el nombre para demostrar su virilidad, será un ejercicio inútil, porque todo aquello es mucho más grande que su fascista corporeidad, nunca entenderá esa belleza.
Mientras, nosotras seguimos esperando a que vuelva Quetzalcoátl y que él, se vaya para siempre.
Augusto Metztli.
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