
Sales del restaurante caminando, orgulloso, como un gallo, dando pasitos cortos sobre el reluciente suelo de mármol que se refleja en las paredes y en las lámparas de araña, cuyos brillos rebotan entre sí hasta el infinito creando una sensación de amplitud y dicha reservada a personas como tú. Élite, te dicen; casta, te reprochan. Qué sabrán ellos. Te notas algo torpe vestido con el bañador, el polo de lino y las chanclas con cápsula de aire, pues no es tu atuendo habitual, sin embargo, abandonas el hall del hotel y recibes esa luz única del Mediterráneo, los ojos achinados debajo de las gafas de sol, la frente arrugada, la boca entreabierta, y después de atravesar el paseo marítimo, pones pie, al fin, en la cálida y dorada arena del nuevo paraíso. Te acomodas en la tumbona bajo la amplia sombrilla y una camarera bellísima, como sacada de las mil y una noches, de sonrisa nívea y rasgos exóticos, te recibe con una bebida. Tras hacerte una reverencia casi imperceptible, te saluda: “bienvenido a la playa más triste del mundo”.
Fernando Prado.
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