Pontevedra fue la primera ciudad galega que conocí hace 17 años. Por eso siempre pienso en ella cuando se acerca esta fecha. Me recuerda cuando tuve conciencia de ser migrante.

Nunca viví tantos años en un mismo sitio, llevo más tiempo aquí que un adolescente o que un niño, y sin embargo, sigo sin sentirme de aquí, aunque mi acento se haya hibridado con el de mis vecinos y vecinas, aún mezclando palabras galegas con el español, incluso a veces pensando en galego o razonando como galego, siempre sucede algo que de golpe me recuerda que soy de «fora», a veces eso me da rabia, otras indiferencia, incluso alguna vez me ha hecho gracia o ternura.

Todo lo que siento, sucede de manera elástica, atraviesa mi cuerpo desde miles de kilómetros más allá del Atlántico hasta llegar a la rías galegas. Y nunca sé exactamente cómo reaccionar a ello, porque siempre entra el factor migrante. Con los años cada vez me entiendo mejor y en consecuencia, vivo y actúo más como quiero y no como quieren.

Creo que esa es la razón por la que pienso mucho en el tiempo, y por la que me gusta estar cerca de objetos o seres longevos, saber que ese «algo» siempre ha sido de un lugar me reconforta. Cuando paso cerca de las iglesias construidas hace medio milenio, siento la paz que desprenden sus viejas rocas esculpidas, cuando estoy cerca de árboles centenarios, que crujen, llenos de vida en su geografía, con musgo, goteando por todos sus recovecos, agradezco su sombra, su refugio y que me hagan sentir que soy de ahí junto a ellos, cerquita, no más allá, solo a su vera.

Por eso intento visitar a menudo al carballo de santa Margarita en Pontevedra, el árbol más viejo que conozco aquí en Galicia, sentarme bajo su sombra, explorar su inmensidad con mis ojos. Y después volver a mi casa. Son los únicos lugares de donde (por ahora) siento que soy.

Augusto Metztli.

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