
Suelo pensar que las tragedias en los países desarrollados son lo cotidiano en el Tercer Mundo. Durante los primeros minutos del apagón que afectó en su totalidad a España y Portugal se produjo un vacío terrible. Millones de personas pegadas a unos teléfonos móviles que no funcionaban, no sonaban, no pitaban, no vibraban. La angustia de estar desconectados crecía de manera exponencial a medida que pasaba el tiempo -un tiempo raro, además, que parecía tener otra medida-, agravaba la sensación de extrañeza y alimentaba la incertidumbre, que es una buena conductora para las teorías de la conspiración: ciberataque, guerra híbrida, tormenta solar, invasión alienígena, estrategia del gobierno comunista con no sé qué fin. Algunos parecen querer vivir la experiencia definitiva del fin del mundo en primera persona y, a poder ser, transmitida en streaming.
Hubo algo que me llamó especialmente la atención: volvimos a escuchar. Ante la necesidad de saber qué estaba pasando, de entender las razones de un suceso inaudito para muchos, la radio, ese invento de otra era, se convirtió en el único medio a través del cual informarnos.
La radio de transistores, el nuevo objeto fetiche.
Fernando Prado.
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