Moralina

Pocas cosas me molestan tanto como los moralismos y el empeño de algunas personas por aleccionar a todo aquel que se sale de los parámetros de lo políticamente correcto. Tienen la costumbre de señalarte cuando consideran que estás haciendo algo inapropiado, de recitar con voz de autoridad una frase recriminatoria -aprendida como una oración-, de hacerte saber que has traspasado la frontera que separa el bien del mal, y, en consecuencia, debes disculparte, bajar la cabeza en un gesto de arrepentimiento. Ellos -supongo- se ocupan de salvaguardar una ética sin la cual la sociedad se sumiría en el caos, y, como poseedores de la verdad absoluta que impera en los sagrados códigos del civismo, se plantan delante de ti, hereje, sin temor y te increpan con un discurso de una moralina cursi, adoctrinadora y desfasada.

Debe ser agotador vivir así, al acecho, agazapado entre las masas, en constante alerta y siempre dispuesto a levantar el dedo: esto no se hace, esto no es así, no vamos bien, estás equivocado, YO TENGO LA RAZÓN. Y la tienen, sí, a veces, o en parte; pero me revienta que no sean ecuánimes -o que ni siquiera lo intenten-, que tengan diferentes varas de medir en función de sus intereses, porque esa ética y esa moral inflexibles, esos férreos principios que dicen defender se convierten en humo cuando se dan situaciones que les perjudican, que les manchan, cuando es el dedo del otro el que los señala.

A los adalides del blanco y negro, supremacistas del yo y potenciales dictadores de barrio: déjenme vivir.

Fernando Prado.

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