A mí no me saludes

Para ser un mentiroso no basta con tener morro y poca vergüenza, es imprescindible estar dotado de una memoria infalible, un temple de acero, un rostro inexpresivo y un cuerpo que emita en todo momento un lenguaje absolutamente neutro. Ningún gesto o postura deben dejar intuir la más mínima emoción, y no debe haber ni una sola fisura en el discurso ni en el argumentario a través de la cual pueda colarse la duda.

“Todo el mundo miente”, decía el famoso doctor de una serie. Quizás esa sea una de las pocas cosas ciertas que no nos atrevemos a reconocer porque a nadie le gusta que lo tachen de mentiroso. Los tantos y muy honorables españoles de bien, que se dedican a hacer política más propia de un programa de telebasura que de un país desarrollado, parecen haberse instalado en la emisión 24/7 de mentiras y bulos a través de todos los medios existentes. Afirman, difaman, acusan, sentencian aun sabiendo que mañana o pasado se demostrará que lo que dicen no es cierto. Están inspirados, en estado de gracia, se sienten -o se saben- imparables. Y luego está la insoportable chulería, la altanería, la insolencia del que se ha tomado dos vinos de más y camina sin tocar el suelo, ese comportamiento desgraciadamente tan típico y sorprendentemente vigente que caracteriza a un buen número de cargos elegidos a través del voto democrático y pagados con dinero público.

Deberíamos avergonzarnos, deberíamos sentirnos interpelados y urgirnos a una autocrítica de bisturí. El sketch protagonizado por Ayuso en la Conferencia de Presidentes celebrada en Barcelona en el que negó el saludo a Mónica García fue la enésima rabieta de una niña malcriada. “¿Seguro que quieres saludar a una asesina?”.

A veces los mentirosos se delatan.

Fernando Prado.

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