El Papa Francisco viajó recientemente a la isla de Lesbos, en Grecia. Regresó con 12 refugiados sirios a los que El Vaticano dará acogida. Campaña publicitaria, gesto político, caridad, llamadlo como queráis; lo cierto es que la visita de Bergoglio a Lesbos no ha cambiado ni un ápice la realidad y tampoco ha servido -ni servirá- para poner en marcha una solución al problema.

Estas 12 personas han sido seleccionadas de entre una multitud -no sabemos bajo qué criterios- y, al parecer, ahora tendrán la oportunidad de tener una vida digna, decente y segura. Pero no nos olvidemos de que hay miles de refugiados y migrantes confinados en campos en los que se vulneran sus derechos; en el siglo XXI, en territorio europeo.

Sinceramente, no me imagino a Wojtyla o Ratzinger acogiendo refugiados en El Vaticano. La buena fe de Bergoglio choca con el rígido poder de la Iglesia y, en consecuencia, poco o nada puede hacer un solo hombre -las mujeres en la machista iglesia católica no son más que sirvientas- por modernizarla, hacerla más cercana, humanizarla.

Me quedo con la historia de Panagiota Vasileiadou, la octogenaria que ha abierto su casa a los refugiados para que puedan comer y asearse, para que vuelvan a sentirse personas aunque sea por unas horas. Una heroína en un continente insensible y ciego.

Cobijo, sustento, atención, cariño. Necesidades básicas que no están al alcance de todos en la Europa de los derechos humanos.

Fernando Prado.

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