Era un artista, era diseñador, amaba el fútbol, era activista, era un buen amigo, era mantero, era senegalés, era madrileño, tenía 35 años, 14 de ellos aquí en España (así hablaban de él sus amigxs y conocidxs). Y según la autopsia, tenía una enfermedad en el corazón. Murió de un paro cardíaco el 15 de marzo de 2018 en una calle del barrio de Lavapiés.
Su muerte es la consecuencia, principio y fin de la larga travesía de sufrimiento de cientos de senegaleses (y demás inmigrantes) madrileños, barceloneses, galegos o valencianos. La persecución y la precariedad se van al corazón y no solo metafóricamente.
Saberte ciudadano «ilegal» es una sensación angustiante, hacer una actividad considerada ilegal, como lo es vender piratería en ciertas calles, y con ciertos horarios, debe ser aún más angustiante, sentir que la policía te persigue por sistema y te sabotea por revancha debe ser el colmo de angustiante. Obtener un permiso de residencia y trabajo, implica cumplir requisitos muy estrictos y en ocasiones al borde del absurdo, acceder a ello requiere mucho tiempo, dinero y suerte, porque si algunos policías acosan al extranjerx, también hay funcionarixs de extranjería que lo hacen, lo puedo asegurar.
Mame Mbaye era negro, extranjero, indocumentado e ilegal, y el relato oficial sobre su muerte, será el que diga la o el humano blanco de turno, como ha sido siempre.
«En África empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de colores. Ahora las mujeres y los hombres, arco iris de la tierra, tenemos más colores que el arco iris del cielo; pero somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen de África. Quizás nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido.» Fragmento de «Espejos» de Eduardo Galeano.
Augusto Metztli
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