
En uno de tantos paseos en la playa del pueblo, hace más de diez años, vimos un pequeño árbol de plátano crecer a pocos metros del agua, incluso a veces con la marea alta, acababa dentro del mar. Siempre lo visitábamos, nos deteníamos, lo observábamos, veíamos sus pequeñas hojas crecer y a los caracoles que se refugiaban en su tronco, Marthazul le hacía fotos, yo a veces y seguíamos nuestro camino, era un amigo al que sabíamos que encontraríamos seguro y con el que nos detendríamos a charlar.
En una noche se san Juan de hace cinco años, gente alcoholizada y de fiesta lo rompieron y lo echaron a la hoguera, para que ardiera como leña. Quedó un pequeño «tocón», nos dio mucha tristeza el acto y la violencia que ejercieron sobre él. Pero era silvestre y rudo, así que empezó a brotar de nuevo, de su lánguida e inclinada forma por el viento, pasó a ser como una especie de abanico, con sus ramas simétricas y concéntricas cual pulpo señalando al cielo.
Lo que no pudieron hacer aquellos humanos alcoholizados en san Juan, lo hizo el ayuntamiento de Vilagarcía (el pueblo donde vivo), para quitar el cadillo (una planta con pinchos) de la playa artificial que construyeron hace décadas, decidieron remover la arena con maquinaria pesada y arrasar con todo lo que había crecido en el arenal, incluyendo a nuestro amigo plátano.
Era de mis árboles favoritos, tan digno, nostálgico, rebelde, ahí en medio de la nada, era un poema. Lo echaré mucho de menos. Ya no está.
Augusto Metztli.
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