En la década de los 80, cuando yo era niño, comer hamburguesas en McDonald’s era toda una experiencia, comías, jugabas y obtenías un juguete, el primero de ellos fue el de Mario Bros. Aquí en Vilagarcía de Arousa, una ciudad gallega, rodeada de manjares de la Ría (para quien los come), parece una película entre E.T. y Titanic, adoptando costumbres yanquis, como si de una ciudad fronteriza se tratara. Los niños alucinan con celebrar sus cumpleaños en el ahora llamado Gym de McDonalds, montón de jóvenes se apelotonan para pillar sitio y la fila de autos por las noches es interminable, solo falta que en cualquier momento veas salir a Michael J Fox de la mano de Ronald McDonlads.
Y a pesar de la nostalgia ¿cómo volver a pisar sus bonitas baldosas y sentarme en sus acogedoras mesas? si te sirven de comer algo que puede durar años sin pudrirse o descomponerse, si han sido uno de los precursores de la obesidad infantil en medio planeta. Además entre mis preferencias no está el delicioso y nutritivo hidróxido de amonio, ni mucho menos las adictivas sal, grasa y azúcar que usan con abundancia. Las patatas fritas, las prefiero con patatas. Tampoco quiero contribuir en la explotación laboral que sufren sus empleados (que por lo general son jóvenes y ese es su primer empleo). Además para comer prefiero usar un plato y un vaso que podré usar cientos de veces, en lugar de comer y parecer que estoy abriendo regalos de navidad. Y por último, cómo ir a comer a McDonalds si ahí venden de todo (incluyendo Coca Cola), menos comida.
Por eso no entiendo las filas de coches interminables en el McAuto, el lleno total y la defensa a ultranza de la gente que argumenta «por una vez no pasa nada».
Augusto Metzli.