Rami Mansour Gabeh lleva en brazos a su pequeño hijo de 2 años, Abdallah. Sanaa, de 14 meses, viaja en el regazo de su madre, Ataf Rabe. Se vieron obligados a abandonar su casa, en Behit Lahiya. Su barrio iba a ser bombardeado por el ejército israelí.
No estaban en el refugio -una escuela habilitada como tal- cuando las bombas cayeron sobre él y truncaron, de un plumazo, la vida y los sueños de los que ahí dormían. Casi todos eran niños. Sólo escucharon el estruendo, los gritos, la desesperación y la angustia. El miedo se les acomodó en el cuerpo, en las entrañas, en sus corazones.
Esta vez han sobrevivido, pero no saben cuánto durará. No tienen sitio a dónde ir en el que estén a salvo. No hay lugar seguro.
De la esperanza hace tiempo que ya no queda nada, entre los escombros, la sangre, el polvo, los mutilados y los muertos. Han muerto sus vecinos, sus familiares, sus animales… Hombres, mujeres, niños y niñas. Familias enteras han sido exterminadas. Han desaparecido sus casas, sus escuelas, sus hospitales.
¿Cuántos más tienen que morir para que se detenga el genocidio, el exterminio, la matanza, la crueldad, la violencia, la brutalidad, la barbarie, el ensañamiento, el atropello, la violación, el abuso, la bajeza, la inhumanidad, la insensibilidad…?
¿Cuántos más hasta que la sed de sangre de los que «se defienden» quede por fin saciada?
Lola Zavala.
Reblogueó esto en Pablo Ribas.
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