El día en que Pedro Sánchez sería investido por segunda vez, como presidente de España en el Congreso de las Diputadas, hizo una mención al hermano de Ayuso por haber cobrado comisiones sospechosas, y que Pablo Casado denunció públicamente, por lo que fue destituido y relevado por Feijóo, como maniobra para tapar dichas corruptelas (todo promovido por el ala más ultra del PP). En ese momento Isabel Díaz Ayuso que estaba en la tribuna de invitadas, dijo «Qué hijo de puta».
Existe una masa molona formada por una cantidad considerable de individuos que cada fin de semana se echan a la carretera dispuestos a asaltar el territorio, a reclamar como suyo un trocito de montaña, playa o cualquier otro paraje incluido en el catálogo virtual de lugares instagramables, furgonetistas cool, ecologistas de boca, naturalistas de postín. Además de darnos el coñazo los lunes con posts, histories y reels, de fardar del rollo veggy, los hábitos saludables, el crecimiento personal, de ir de tirados cuando en realidad son unos burguesitos en proceso -interminable- de deconstrucción, además, digo, contribuyen a la masificación de parajes naturales, reservas de la biosfera -y por ende, a su erosión, degradación y contaminación-. Banderitas en los perfiles de las RRSS y kufiya rodeando el cuello, que por la noche refresca. Lo de las acampadas universitarias, pues mejor que no. ¿O qué?
La extenista profesional y campeona Garbiñe Murguruza llega a la gala de los Premios Laureus, y entonces una periodista le dice: «… estaban diciendo que se notaba que habías dejado de entrenar, sobre todo por RRSS había gente que te atacaba duramente a tu forma física…». Ella respondió educadamente: «Bueno, si ya no entreno, ¿qué voy a hacer? Yo quiero vivir la vida, quiero disfrutar…»
Yo no quiero ir. No quiero ir y hacer esto y aquello, ver y callar, oler y no poder vomitar. No quiero ir y caminar por el laberinto hasta encontrar la puerta abierta para escapar -¿a dónde?-. No quiero ir para regresar y someterme a una terapia de desembrutecimiento improvisada cada día diferente, la mayoría de veces sin resultado. Yo no quiero ir, de verdad que no. Pero voy y me pierdo en el espejismo del bien común, en la vacuidad de que el trabajo honra, de que mi cuerpo, mi fuerza y mi motricidad -disminuida- tienen un valor. Mi inteligencia no cuenta, no me pagan para pensar; al contrario, lo hacen para ser un sumiso temeroso y obedecer. Sí, de acuerdo, disculpa, ahora voy. Y no te quejes, qué más quieres, eres un afortunado, a llorar al valle. Pendejo, eso es lo que dicen con cada buenos días de protocolo pronunciado sin ganas, de cualquier manera, entre dientes. Buenos días, respondo, sonrisa y peloteo. Que no quiero ir, coño. Pero voy y me consuelo con que el fin de semana hará buen tiempo y me prometo que haré algo, si el cuerpo me deja, no sé, cualquier cosa, salir de la nube química, del bosque a veces asfixiante. El cuerpo, digo. Se acabó lo de obligar al cuerpo y obtener una respuesta inmediata y satisfactoria, de llevarlo al límite y colocarse con las endorfinas, de sentir el doloroso placer producido por el sobreesfuerzo. Que no quiero ir, te digo. Pero voy, aunque sea una trampa, una tortura y una sentencia de muerte. Con la cabeza a rastras.