Hay varias maneras de hacer turismo. Turismo de borrachera, gastronómico, histórico, de aventura, sexual. Los hay que se suben a un avión y atraviesan un vasto océano para finalmente llegar a un hotel en el que les ponen una pulsera -como si de ganado se tratase- y en el que quedan recluidos durante los días que duren sus vacaciones. Los hay que hacen rutas gastronómicas o siguen una “ruta del vino”, todos ellos con la misma finalidad: ponerse ciegos de comida y alcohol. Los hay que visitan exclusivamente lugares históricos, lo cual puede ser interesante aunque a mi, personalmente, no es que me llame mucho la atención visitar un antiguo campo de concentración; prefiero, por ejemplo, unas ruinas medievales. Los hay también que se van a lugares remotos para practicar senderismo o se van a las selvas de Centroamérica a bucear en los cenotes. Los hay que se van a avistar cetáceos o tiburones. Los hay que se van a la exótica Asia en un arrebato de misticismo y regresan con un montón de collares colgando del cuello y asegurando haberse encontrado a sí mismos, y los que van al sudeste asiático a follarse a niñas de diez años.

El turista medio es un depredador. Parece pensar que todo le está permitido solo porque pagó un billete de avión y una habitación de hotel. Es un animal cuya voracidad no tiene límites. En este mundo todo se compra, incluso las personas, y si alguien se despierta una mañana cualquiera con ganas de tomarse un café sobre el lomo de una ballena en medio del océano, es posible que nadie se lo prohíba, siempre y cuando tenga dinero para pagarlo.

Antes de irte de vacaciones deberías pensar que sólo existe un planeta como éste. Sé responsable.

Fernando Prado.

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