Cortegada, la isla dos veces regalada, de ida a un rey tonto (como todos los reyes) y de vuelta, al pueblo como debe ser, comenzó a arder en la noche, por arte de magia o por maldad, no se sabe. Desde Carril, los vecinos salieron de sus casas, aquellos que todo le deben al mar fueron a devolver un poco de lo que la naturaleza les da, y por el cielo sus barcas revoloteaban sobre la isla, con capachos, cubos y regaderas, cargados con agua de mar. De mano en mano, apagando las insaciables llamas, señoriñas, señoriños, jóvencitas, jovencitos, y hasta el alcalde, andaban por ahí, como humanos llenos de humanidad. Tarde pero seguro, y bien equipados, llegaron los profesionales, aquellos que nos cuidan, pero olvidaron que es una isla, y a las islas no se puede llegar sobre ruedas. Y los vecinos que todo lo pueden, pudieron. Salvaron la isla, salvaron su propia humanidad, y a los árboles que la habitan. Mientras, muchos otros reían a lo lejos, y los mirones que volvían a casa entre susurros decían cosas como: «Ya estaba en pijama, y salí para enterarme de que solo se quemaron cuatro chuchameles».
Lo que nunca pasó, ha pasado. Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Yo me quedo, con las barcas voladoras y sus tripulantes.
Augusto Metztli.
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