La Transición se colgó la bandera de la reconciliación nacional, pero eso nunca ocurrió. Todo quedó sepultado por la indiferencia, el ansia de protagonismo de no pocos políticos y por la voluntad de pasar página cuanto antes, reconvertirse y cambiarse la camisa.

España es el país de la desmemoria y la desvergüenza. Las actitudes que se aprendieron después de la muerte del caudillo se instalaron y normalizaron. Terrorismo de Estado, corrupción, prevaricación, evasión fiscal. Llegó el Technicolor a la vida de los españoles, el desfase y las ganas de comerse el mundo sin importar cuál era el precio a pagar. De repente todos éramos ricos y comprábamos y vendíamos hasta la mierda que excretábamos. Y entonces, todo se fue al carajo; nos despertamos temblando, las sábanas vomitadas, los ojos hundidos, la mandíbula desencajada, preguntándonos dónde estaba todo el mundo. A pesar del descalabro, seguimos llamando señores a los que nos dieron la Montblanc para firmar nuestra propia ruina. Ay, la nostalgia de todo lo que pudimos haber sido. Todo fue un espejismo, pero la fiesta continúa para muchos y la justicia es lenta.

La chulería española debería ser objeto de estudio. Si de nosotros dependiera la convertiríamos en Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

El caso de Trillo es un claro ejemplo de desfachatez, irresponsabilidad e insensibilidad. Su chulería me recuerda a los numerosos episodios de los machos que gritan agárrame, que lo mato.

Fernando Prado.

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