Nací en la clínica Santiago de León de Caracas. Al menos eso es lo que me han dicho. Mis padres eran gallegos, de los miles que se subieron a un barco con lo puesto y atravesaron el Atlántico para llegar a un país extraño en el que no los esperaba nadie y tal vez nada. Algunos me llamaban gallego, que es como se solía llamar a los españoles o a sus descendientes, pero jamás le di importancia porque en aquella caótica ciudad lo normal era relacionarse a diario con gente procedente de diversos orígenes. A los 22 años llegué a un pueblo de la Ría de Arousa, Pontevedra, y me dí de bruces con el invierno gallego y algo aún peor: por primera vez en mi corta vida supe lo que era sentir en primera persona la discriminación por ser de otra parte y hablar diferente. Descubrí la palabra sudaca. Cinco años después me mudé a Cataluña y fue como enamorarse. Brazos abiertos. Entonces, cuando regresaba a Galicia durante mis vacaciones había quienes me saludaban con un ¿qué tal, catalán?, empleando un tono que mostraba claramente una especie de aversión o manía y desprendía un tufillo desagradable. A estas alturas yo ya había decidido o descubierto -a veces las decisiones son descubrimientos y viceversa- que ser apátrida era lo más sensato en un mundo en el que hay tanta gente envuelta en una bandera, peleando hasta la muerte por un trozo de tierra y provocando genocidios solo por ser diferentes o tener otro color de piel. La supremacía y esas cosas.
Sin embargo, entiendo y respeto a las personas que se sienten de aquí o de allí, que llevan a cuestas la historia, la cultura y las tradiciones de su pueblo, que se sienten orgullosas de pertenecer a un lugar al que llaman patria. Al fin y al cabo las cosas irían mejor si nos esforzáramos más por comprender, empatizar y respetar.
Algo me llamó especialmente la atención en estos días tan delicados y fue escuchar a un intelectual hablar sobre los estragos que viene causando el nacionalismo en Cataluña. Qué bárbaro. No digo que el escritor en cuestión esté meando completamente fuera de perol, pero se olvidó de hacer mención al nacionalismo español. Incomprensible. Y esto es muy peligroso e irresponsable. Ver a grupos de personas tocándose el pecho y alzando la mano en un saludo fascista me pone los pelos de punta. Es preocupante y triste. Al parecer sufrimos de amnesia colectiva. Es como si no hubiéramos aprendido nada de la historia aún tan reciente.
Volvemos a lanzar piedras sobre nuestro tejado una y otra vez.
Fernando Prado.
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