En el mundo occidental, generalmente, cuando te mueres te introducen en una caja. Los familiares del difunto -en caso de no haber pagado durante años el nicho, el funeral y el entierro como quien paga una hipoteca- deben elegir la caja que quieren: madera, color, lacado, ornamentación. También deben escoger la corona familiar y las flores que la conformarán y, por si fuera poco, seleccionar con sumo cuidado las palabras que escribirán en la esquela que la gente que acuda al funeral se llevará de recordatorio. Por suerte, no hay que hacer una lista de invitados como se suele hacer en las bodas, pues la muerte, nos guste o no, suele ser más democrática.
En esa caja en la que se pasea al difunto de su lecho de muerte a su funeral y posteriormente a su entierro puede caber cualquier cosa que uno se imagine. Para algunos son solo huesos, despojos de lo que una vez fue un ser humano con sus aciertos y desaciertos, con sus miedos y sus fobias, con sus defectos y virtudes -ustedes sabrán lo que es eso-, con sus sueños y sus pesadillas. Para otros, su contenido es sagrado y debe procurársele santa sepultura.
El caso es que los restos de Francisco Franco, caudillo de España por la gloria de Dios, aún reposan en el Valle de los Caídos bajo una enorme cruz de granito en un mausoleo construido por presos políticos como un homenaje a los “héroes y mártires de la Cruzada”.
Han pasado 48 años y el dictador y asesino aún sigue allí, enterrado con honores.
Fernando Prado.
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