Era muy pequeño cuando ya me llevaban a ver la lucha libre en la Arena México, o en la Arena Coliseo, o en la Arena Puebla. Mi papá dice que me subía a la butaca, levantaba el puño y les gritaba a los rudos: ¡Cobarde, cobarde! ¡Déjalo en paz!. Para mí aquello era real, el bien y el mal personificados en «técnicos y rudos» era una batalla épica, donde el sudor, la sangre y los gritos, nos revelaban la recreación del mundo.
La lucha libre fue para todas y todos nosotros nuestra conexión mundana con la heroicidad, con los súper poderes, y la magia, no nos era necesario imaginar a un señor volando y alérgico a la kryptonita, o a otro corriendo a la velocidad del rayo, teníamos a nuestro Santo, o al increíble Octagón, o el elegante Atlantis. Pero incluso los malos malísimos como el Perro Aguayo, acababan ganándose nuestro cariño.
Las luchas del Perro Aguayo eran legendarias, eran violentas, siempre acababan él y su contrincante con la cara ensangrentada. Era un poco gore. En ocasiones ganaban los rudos, en otras los técnicos, casi siempre los rudos ganaban haciendo trampas, mintiendo, engañando (no sé por qué me acaba de venir a la mente el oficio de político) y eso dejaba una sensación de frustración y de rabia que nuestros pequeños corazoncitos debían gestionar. Pero en el fondo sabíamos que en la próxima lucha, ganarían los buenos.
El Perro Aguayo ha muerto, unos cuantos años antes también murió su hijo el Perro Aguayo Jr.
El Perro Aguayo fue el último rival de El Santo. Ahora ambos son leyendas, lo que para nosotros es una leyenda de la Lucha Libre, la más antigua del mundo, la mexicana.
«Lucharan de dos a tres caídas sin limite de tiempo, en la esquina de los rudos: el malo malísimo, El Peeeerro Aguayo…»
Augusto Metztli.
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