Una mañana cualquiera nos despertamos bañados en sudor y con el corazón en la garganta. Apartamos las sábanas húmedas y la luz fluorescente que se cuela por debajo de la puerta nos anuncia que algo sucede allá afuera. Nos levantamos y salimos de la habitación con la respiración agitada y aturdidos aún por una pesadilla que ya olvidamos. Caminamos hacia la ventana descalzos y la abrimos de par en par; la suave brisa acaricia nuestro rostro hinchado y nos trae el olor de la hierba recién cortada. Desnudos ante el espectáculo de un nuevo día, con las manos sobre los glúteos, nos damos cuenta de que ya ha comenzado la nueva normalidad. Abandonamos involuntariamente nuestro cuerpo para viajar a la tarde calurosa de nuestra niñez en que nos entregan un helado que devoramos como si este tuviera poderes mágicos capaces de mantenernos a salvo de las complicaciones de la vida adulta; nada importa salvo ese helado que se derrite en nuestras pequeñas, torpes y sucias manos.
Fernando Prado.
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