El otoño aquí es diferente. Es más gris y al mismo tiempo más colorido. Al verde de las especies de hoja perenne se añaden, de manera caprichosa, la infinidad de tonos que van del amarillo al ocre, del marrón al granate de las especies caducifolias. Viento, niebla y temperaturas variables. Las siluetas afiladas de los Alpes se yerguen en el horizonte próximo, blancas, amenazantes.
Esta ciudad que en realidad es un pueblo, está surcada por un río que desciende a toda velocidad por una imponente garganta labrada pacientemente en la piedra siglo tras siglo, una herida en la montaña cada vez más profunda. Tengo la sensación de que todas las excreciones y líquidos resultantes de la vida humana son drenados a través de las aguas agitadas y frías de ese río y que los sedimentos depositados en las profundidades del lago en el que desemboca sirven de sustento a criaturas misteriosas.
En cualquier caso, las angustias y los miedos de esta sociedad son más o menos los mismos que los de cualquier otra sociedad europea, eso sí, salvando las diferencias, que en algunos casos son enormes. Compartimos angustias y miedos, pero también estupidez. Así es como de pronto, aun con la resaca del verano hedonista, nos sorprendió la segunda ola de la pandemia. Un golpe inesperado y brutal que está a punto de tumbarnos, de colapsar de nuevo el sistema sanitario, de sacarnos una vez más los colores como sociedad. Hemos tenido tiempo para aprender, para prepararnos mejor ante el esperado aumento de los casos con la llegada del otoño, para reflexionar sobre nuestro comportamiento individual y no lo hemos aprovechado.
Toca encajar otro golpe, absorber el impacto, consumir analgésicos o cualquier sucedáneo para el dolor y recuperarse. Y así hasta el siguiente.
Fernando Prado.
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