La extenista profesional y campeona Garbiñe Murguruza llega a la gala de los Premios Laureus, y entonces una periodista le dice: «… estaban diciendo que se notaba que habías dejado de entrenar, sobre todo por RRSS había gente que te atacaba duramente a tu forma física…». Ella respondió educadamente: «Bueno, si ya no entreno, ¿qué voy a hacer? Yo quiero vivir la vida, quiero disfrutar…»
Yo no quiero ir. No quiero ir y hacer esto y aquello, ver y callar, oler y no poder vomitar. No quiero ir y caminar por el laberinto hasta encontrar la puerta abierta para escapar -¿a dónde?-. No quiero ir para regresar y someterme a una terapia de desembrutecimiento improvisada cada día diferente, la mayoría de veces sin resultado. Yo no quiero ir, de verdad que no. Pero voy y me pierdo en el espejismo del bien común, en la vacuidad de que el trabajo honra, de que mi cuerpo, mi fuerza y mi motricidad -disminuida- tienen un valor. Mi inteligencia no cuenta, no me pagan para pensar; al contrario, lo hacen para ser un sumiso temeroso y obedecer. Sí, de acuerdo, disculpa, ahora voy. Y no te quejes, qué más quieres, eres un afortunado, a llorar al valle. Pendejo, eso es lo que dicen con cada buenos días de protocolo pronunciado sin ganas, de cualquier manera, entre dientes. Buenos días, respondo, sonrisa y peloteo. Que no quiero ir, coño. Pero voy y me consuelo con que el fin de semana hará buen tiempo y me prometo que haré algo, si el cuerpo me deja, no sé, cualquier cosa, salir de la nube química, del bosque a veces asfixiante. El cuerpo, digo. Se acabó lo de obligar al cuerpo y obtener una respuesta inmediata y satisfactoria, de llevarlo al límite y colocarse con las endorfinas, de sentir el doloroso placer producido por el sobreesfuerzo. Que no quiero ir, te digo. Pero voy, aunque sea una trampa, una tortura y una sentencia de muerte. Con la cabeza a rastras.
Cuando iba al cole -hace mil años- tenía que entregar trabajos con frecuencia para diferentes asignaturas. Debían ser presentados en folios escritos a mano con bolígrafo de tinta azul. A veces, incluía recortes de fotocopias que hacía a enciclopedias o libros de la biblioteca, y los pegaba con pegamento en barra -un maravilloso invento que relegó para siempre el engorroso pegamento líquido-. Los profesores evaluaban el contenido, el desarrollo del tema, la capacidad de sintaxis, la ortografía y la caligrafía, evidentemente, pero también tenían en cuenta otros aspectos como la presentación -era imprescindible que no quedaran manchas de tinta, el pagamento debía usarse con cuidado, las esquinas de los folios no podían doblarse, había que evitar el típex a toda costa-. Aquellos trabajos, ahora que lo pienso, eran, además, un documento eficaz para conocer al alumno. Por un lado, su grado de interés, implicación o asimilación de la materia en cuestión; y por otro, aspectos de su personalidad.
Metrópoles delirantes, moitas grazas pola difusión!!! 🙂
Me gustaMe gusta