De niños tomábamos café negro a veces cuando algo fallaba y no había leche. Esa podría ser la razón de que lo evitara durante mis primeros años, pues sin quererlo ese olorcillo se volvió la medida entre el orden y el caos. Era como una flor oscura, nocturna y olorosa que seducía a mi familia. No había manera de huir de él, venía y me sacaba de la cama, de mis sueños, de donde anduviera. Tal vez por eso me llamó la atención que Cortázar estableciera una medida de crisis similar en mi primer contacto con su obra, y con todo eso que habían dado en llamar el «boom». La frase fue: «Siempre que una persona tiene una lata de Nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco».
La esperanzadora afirmación y el cuento de Cortázar los tenía mi papá en un libro gordote y de forros azules que nunca le devolví. No era algo que pudiera leerse en el baño, a mí me habría dado pena. Los héroes y villanos no eran espadachines ni señoritos, sino gente de nuestros días, de este lado del mundo y se decían palabras que yo podía haber oído en mi casa o en el rancho con mi abuelita. Sentía una conexión con ellos. Los personajes podían ser un crítico de música, un saxofonista y la novia de éste, vivir en París y hablar de jazz. Y yo, con la sofisticación de quien no es siquiera un buen estudiante, me sentaba en un sillón viejo de mi pieza a imaginarlos, a suspirar con una nostalgia hueca, y sentir por primera vez el dolor de la pérdida de lo que no había tenido; un amargor perseguido, pero pequeño, controlable como el de una taza de café.
Hasta entonces las narraciones de los libros habían ocurrido frente a mí, pero lejanas como en el televisor de blanco y negro. Las frases no eran ni parecidas a las del mundo real. Me gustaban las historias pero me eran de alguna manera ajenas, como esas voces dobladas que nunca terminan cuando el actor deja de mover los labios. Sólo podía apropiármelas a través de ejercicios distintos de la lectura o de la tele —porque una y otra me eran prácticamente lo mismo—: Me salía al patio a jugar solo, a los globos aerostáticos, al submarino o a ser Hugo Sánchez. Sólo entonces sentía la historia desbordarse en mi mente y en mi cuerpo. Habré aprendido mal a espectar, porque yo necesitaba otro medio, un vehículo, algo que condujera las historias de la fuente hacia mis sentidos de una manera más intensa.
Tomé el libro azul porque ahí venía un texto, sobre un tal Pedro Páramo —sugerido por los maestros—, pero antes de llegar a él me topé con la obra de otros autores que no conocía ni de oídas. En la suma de ellos encontré el conductor que estaba buscando: el español latinoamericano, y de algún modo me hallé a mí, en el mundo. Fue como ajustarme el idioma en la cabeza y de repente empezar a leer colores, a escuchar los acentos que yo conocía. Incluso con historias que ocurrían en Europa, yo seguía en el centro de la trama con la voz del autor metida en la consciencia. Durante meses me quedé iterando párrafos enteros de esos escritores, quienes en muchos de los casos no sólo aún vivían, sino que seguían en activo.
La literatura de mi mejor juventud estaba viva, yo la veía florecer a principios de diciembre en la feria del libro. Me parecía hallarla en todos lados y le invadía a uno hasta en las napias, nomás de caminar en la calle donde había cafés en cada esquina. Era un trance delicioso que podía durarme toda la tarde si conseguía ocho pesos para pagar una taza rellenable. Y trabajaba, claro, o les pedía prestado a mis papás para estar allí sintiendo la oquedad y el ahíto, irresponsablemente.
Cuándo íbamos a pensar que aquello podría terminarse, que no siempre seríamos el centro de la literatura, que sencillamente no era normal. Cuando nos dimos cuenta que las flores estaban marchitándose en primavera, que la cafetería de siempre estaba hecha una franquicia, ya estábamos con la cuchara rascándole al tarro, como el viejo coronel, resignados disponiéndonos a consumir lo que de seguro habría de quedar.
Artículo: Ramsés Figueroa.
Ilustración: Patricia García.
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