Hablar de Venezuela es complicado, incluso para los venezolanos. En la prensa española las opiniones suelen ser radicalmente opuetas, en función de las afinidades de los diferentes periódicos, y es difícil encontrar medios que se limiten a informar con objetividad y sin matices. Por un lado estan los que apoyan la revolución bolivariana y la defienden airosamente y, por otro, están los que se oponen a ella y la descalifican abiertamente. Para unos representa el triunfo del socialismo y la democracia y, para otros se trata de un régimen dictatorial.
La sociedad venezolana siempre ha estado dividida, pero esa división no ha dejado de aumentar durante los años del chavismo, llegando a niveles casi insoportables. Venezuela, al igual que el resto de los países latinoamericanos, no ha dejado de ser saqueada, desde el colonialismo, pasando por la época de los caudillos y dictadores, hasta la actualidad. La historia política del país siempre ha sido convulsa y desde la caída de Pérez Jiménez -el último dictador de Venezuela, que terminó viviendo en España bajo la protección del régimen franquista- se han sucedido gobiernos bipartidistas. Muchos relacionan la caída en desgracia de Venezuela con la nacionalización del petróleo y los recursos naturales no renovables, llevada a cabo durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. En mi opinión fue una decisión sensata -¿qué país, con los mismos recursos que Venezuela, no hubiera hecho lo mismo?-, el problema fue que la clase política y las élites empresariales y sociales del país comenzaron a llenar la saca. Enseguida se dió la primera gran devaluación del bolívar -la moneda nacional- y desde entonces la caída hacia el abismo no ha parado.
Venezuela es un país de cifras: el país con las mayores reservas de petróleo del mundo es también el país con la mayor inflación. Es incomprensible que un país con semejante riqueza esté completamente arruinado y siempre al borde del estallido social.
Después de dar un golpe de estado, de pasar por la prisión, de ser amnistiado, de fundar un partido político y de presentarse a las elecciones, Hugo Chávez llegó a la presidencia como el mesías capaz de recuperar la soberanía económica del país, de gobernar por y para el pueblo. La gente estaba cansada de las continuas devaluaciones, de la pérdida de poder adquisitivo, de las sucesivas crisis, del aumento de la desigualdad y la delincuencia, de la corrupción institucionalizada. Pero Chávez pecó de megalómano y su discurso «revolucionario» solo sirvió para dividir aún más a la sociedad. Uno de los mayores logros del chavismo fueron las «misiones», programas sociales destinados a luchar contra la pobreza, programas de educación y alfabetización, etc. Nunca antes ningún gobernante se había acercado tanto al pueblo, ni lo había escuchado, ni le había dado voz. En mi opinión, ahí radica su triunfo y la razón por la cual Chávez y su sucesor, Maduro, han estado 17 años gobernando el país. Chávez prometió acabar con la oligarquía extractiva y corrupta que había saqueado al país, pero bajo su paraguas creció otra que se dedicó a hacer exactamente lo mismo. El chavismo murió con Chávez; Maduro no ha sido más que un títere que ha jugado a imitar con poco éxito la carismática figura de Chávez.
Durante los últimos años la oposición ha actuado como un niño furioso al que le quitan su juguete favorito. Primero intentaron recuperar el poder dando un fugaz golpe de estado en abril de 2002. Se fundaron nuevos partidos políticos y se dieron cuenta de que la única manera de ganar unas elecciones era uniendo fuerzas. Nació la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), una aglomeración de partidos progresistas, centristas y de derecha. Algunos de sus integrantes -como por ejemplo el preso Leopoldo López, o la ex-diputada María Corina Machado- promovieron el movimiento «La Salida», una irresponsabilidad que acabó en manifestaciones violentas que provocaron más de 40 muertos.
Finalmente, con una participación del 74% del electorado, la oposición gana las elecciones parlamentarias. Obtienen entre 99 y algo más de 100 diputados -según el medio que se consulte- frente a los 46 obtenidos por el Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV). Estos resultados deben leerse más como un duro golpe que hará que se tambalee la continuidad de Maduro y del proyecto bolivariano, que como un triunfo de la oposición. Maduro ha heredado un país sumido en una profunda crisis económica, con una inflación que no deja de crecer y su gestión ha sido nefasta y mediocre. Los ciudadanos han hablado a través de las urnas.
No nos olvidemos que Venezuela, al igual que el resto de Latinoamérica siempre ha tenido un problema de egos enaltecidos y de machos erectos.
Espero que la oposición esté a la altura y actúe con la responsabilidad necesaria. Es imprescindible que la sociedad venezolana se reconcilie y para ayudar a esa reconciliación se necesitan políticos serios y comprometidos, dispuestos a trabajar por un futuro común. Sumar en lugar de dividir.
Puede que la «revolución bolivariana» esté atrapada en un laberinto sin salida. Tal vez sea hora de evolucionar.
Fernando Prado.
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