El Papa Francisco no es un revolucionario, de serlo, dejaría de ser católico o por lo menos lo haría de otra forma. Al Papa Francisco le pasa lo mismo que a la transición española con la muerte de Franco, no le queda otra. Debe de amagar con una supuesta apertura social y con una limosnita de libertad. De no hacerlo perdería su espacio dentro de una «sociedad moderna», por eso resultaba imprescindible maquillar una institución medieval, machista, violenta, corrupta (plagada de violadores, mafiosos y traficantes) en una institución moderna. El negocio de dios necesitaba renovar la marca.

Acaba de visitar México, la nación de la Guadalupe. No fue invitado por el gobierno, es decir, no fue una visita de Estado, fue como representante de una de tantas religiones que hay en el mundo. Por ejemplo, si a mí me invitan y acepto, procuro que mi estancia sea justa, ética y congruente con la situación de mis anfitriones. De lo contrario sería un abuso, una carga, una injusticia y una irresponsabilidad. El Papa accedió a los paseos con los malos, con los derrochadores. Se sumó al juego, a la farsa de la fe de un pueblo donde convive el hombre más rico del mundo con la miseria endémica.

Evitó las compañías y reuniones comprometedoras, evitó pronunciarse y reunirse con los familiares de los estudiantes de Ayotzinapa, ser contundente con la pederastia y corrupción de la Ilgesia Católica Mexicana. El padre activista Solalinde dice cosas muy interesantes al respecto.

El Papa hizo lo suyo en México, hizo lo que se esperaba de él, incluso hubo regalitos como las palabras dedicadas a Trump “Una persona que piensa solo en hacer muros, sea donde sea, y no en hacer puentes, no es cristiana”.

Pero en México hay muchos muertos y hay que hablar sobre ellos, no encima de ellos.

Augusto Metztli.

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