Cada mañana, al alba, un estornino negro se posa en lo más alto de una antena y, orgulloso, comienza a cantar. Acude puntual a su cita, como si fuera el encargado de traer el día, llamándolo con sus gorjeos y trinos. Después de unos minutos desaparece y el silencio que lo envuelve todo es tan profundo que molesta.
El canto del estornino y el café recién hecho después del desayuno se convierten en invierno en momentos esperados que rozan el misticismo. En realidad, solo necesitamos un café caliente y prestar un poco de atención a la naturaleza que nos rodea para sonreír y obtener las fuerzas necesarias para continuar vivos en un mundo histérico.
Vive.
Fernando Prado.
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