Catarsis y gases

Después de torturar un animal, en este caso un toro, y hacerlo agonizar hasta causarle la muerte con una última estocada convertida por la histeria colectiva en arte y fiesta nacional, me imagino que el torero, o asesino, debe sentirse eufórico. Colocado con la adrenalina vertida en su torrente sanguíneo, su ego erecto por la testosterona que transpira a través de sus poros de macho, el torero celebra el triunfo del hombre sobre la bestia y en esta ocasión decide colgar de su espalda de ídolo de masas la bandera con el águila, símbolo de un régimen gracias al cual -y gracias también a la connivencia y el pasotismo de todos y cada uno de los gobiernos democráticos que le sucedieron- aún hay más de cien mil muertos enterrados en paradero desconocido por todo el país.

Viendo esta imagen el público, en lugar de removerse por la indignación, pierde por un momento la humanidad -si es que alguna vez la tuvo- y se funde en una catarsis colectiva y patriótica que reafirma -o eso cree- el auténtico espíritu nacional. Son nuestras tradiciones y nuestra cultura, dicen. No creo que torturar un animal sea cultura y tampoco creo que las tradiciones bárbaras no deban abolirse solo por ser tradiciones.

Burbujas de gas alteradas en una botella de gaseosa.

Fernando Prado.

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