Pocas cosas hay más reconfortantes en invierno que rodear una taza de café humeante con las manos frías. Envolverla con los dedos lentos y torpes y sentir cómo el calor llega primero a nuestra piel y la atraviesa hasta tocar lo más profundo de nuestro ser se convierte en un momento glorioso que roza el misticismo y nos hace viajar miles de años en el tiempo hasta el descubrimiento del fuego, esa poderosa energía destructora y sin embargo tan fundamental para la vida, responsable en gran medida de nuestra evolución como especie y de dotarnos de eso que llamamos humanidad.
Estamos en esa época del año en la que somos tan propensos a la caridad soluble, la solidaridad desechable, la sonrisa instantánea y la lágrima fácil. De alguna manera hemos llegado a una especie de acuerdo social mediante el cual ignoramos la hipocresía y la voracidad por unos días. Nos sentamos a cenar habiendo hecho acopio previamente de la cantidad necesaria de sales de frutas para ayudarnos a digerir los excesos y aliviar el malestar ocasionado por los mordiscos de la conciencia. Nuestro estómago no debe ser muy diferente al de las palomas.
Para soportar tanta frivolidad es necesario volver cada día a esa taza de café y alcanzar el éxtasis tras beber su contenido.
Fernando Prado
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