Que Irene Montero y Pablo Iglesias se hayan comprado una casa y tengan, como muchos españoles, una hipoteca a treinta años, no debería ser motivo de escándalo salvo si lo que se pretende es convertir el hecho en munición. Que dos podemitas hayan solicitado una hipoteca de 540.000 euros es un horror, una incoherencia. Es cierto que nuestras ideas y nuestras acciones pueden condenarnos si no están vinculadas de manera coherente, sobre todo si somos políticos sometidos a un contínuo escrutinio. Pero debemos reconocer que muchos, muchísimos de nosotros, nos gastaríamos ese dinero en una casa con piscina en una zona bonita, en un barrio seguro y tranquilo a las afueras de la ciudad. De hecho, estoy seguro de que ese es el sueño de millones de españoles de derechas y de izquierdas.
El problema es que Montero e Iglesias militan en un partido que es definido por las élites como izquierda radical y por el sistema como antisistema. Es decir, no bastaba con haber salido de las plazas, ser de izquierdas, flirtear con el comunismo o asesorar al chavismo, si no que ahora su secretario general y su portavoz se compran una casa. Eso es, al parecer, imperdonable.
La historia nos ha demostrado que el ser humano está dotado del impulso de destruir lo que no logra comprender. Con el paso de los siglos, una vez superado el invento español de la inquisición, ese impulso se había contenido en un recipiente llamado envidia. De vez en cuando lo destapamos, acercamos la nariz y su olor nos transforma por momentos en animales descerebrados poseídos por el espíritu inquisidor.
Fernando Prado.
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