Un sábado cualquiera haces una visita improvisada a un museo. Entras en ese espacio dividido en varias salas, en cada una de las cuales hay una exposición. Sin darte cuenta, comienzas por la de fotografía, quizás porque está montada en la sala más próxima a la entrada del museo. En el hall del edificio hay varias fotografías expuestas sobre láminas de hierro de algunos de los escritores que han recibido el premio Nobel de Literatura. Todas son en blanco y negro, y un pequeño texto acompaña cada una de las series de tres fotografías.
Al terminar el recorrido, accedes a una pequeña sala de cuyas paredes cuelgan más fotografías de otros escritores galardonados. Debajo de las imágenes correspondientes a cada escritor reposa el libro por el que fueron premiados y una silla, para que los asistentes puedan tomarse el tiempo deseado en leer. Al fondo de la sala con tenue iluminación hay instalada una pantalla donde se proyecta de manera repetida un vídeo en el que se puede ver y escuchar a los escritores. Finalmente, te sientas en el sofá ubicado delante de la pantalla.
De pronto, escuchas un grito que te saca de la contemplación. Enseguida identificas el tono y tu cerebro lo procesa tan rápido que ni siquiera apartas la mirada de la pantalla. La mujer de cuyas entrañas sale aquel grito se retira airosa de la sala. “A aquest home no val la pena escoltar-lo. Fill de la gran puta”. Esas palabras resuenan entre las cuatro paredes cuando Mario Vargas Llosa aparece en la pantalla.
Los museos son templos. Quien no entienda algo tan elemental es mejor que no los visite. No existe nada más universal que el arte en cualquiera de sus expresiones. Violar esos espacios y contaminarlos con las excreciones que producen los delirios políticos, religiosos y con nuestras miserias reconvertidas en frustración y odio no tiene ningún sentido y, además, genera violencia.
Fernando Prado.
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