Desde niño albergó dentro de mí un sueño recurrente: volar. Por extraño que parezca, ese sueño, en lugar de debilitarse, se va haciendo más y más fuerte. Es decir, a medida que pasa el tiempo, mis deseos de volar son cada vez mayores. Un problema. La cosa no se resuelve subiéndome a un avión para trasladarme de un aeropuerto cualquiera a otro dentro de un aparato metálico; se trata de la necesidad de volar, del volar físico e individual de las aves, del vuelo como motor de la existencia. Un imposible.
Los sueños, para el ser humano, siempre han sido una manera de volar. Así, por ejemplo, el que se siente atrapado sueña con ser libre. Es un territorio, el de los sueños, que aún permanece intacto y al que todavía no ha llegado la censura, la prohibición, las mordazas. Está sin acotar, tan campante.
Hace unos días, un futbolista abría un debate en las redes sociales al sugerir que el hombre no había pisado la Luna hace ya casi cincuenta años. Podemos poner en duda cualquiera de los logros de la Humanidad, cuestionarlos, crear teorías de conspiración a nuestra medida. Habrá quienes piensen que el paseo lunar del 69 fue filmado en un estudio de Hollywood, pero no dudan que tres pequeñas carabelas de madera atravesaran el Atlántico hasta llegar al continente americano hace más de quinientos años; o quienes afirman que las fotos de los anillos de Saturno enviadas por la sonda Cassini son una farsa y se crearon por ordenador, pero niegan que gracias al descubrimiento de la penicilina se han podido salvar millones de vidas.
Ayer, tumbado en el suelo al lado de una piscina, tuve la oportunidad de contemplar uno de esos hechos fascinantes que ocurren a diario y que, sin embargo, suelen pasar desapercibidos. Durante el breve espacio de tiempo entre el final del día y el inicio de la noche, las golondrinas y los murciélagos compartían el cielo; ambas especies cohabitaban sin problemas y hacían vuelos rasantes sobre el agua. De pronto me sentí abrumado. La eternidad estaba en ese instante, así que me fui volando con la persona que estaba a mi lado. Lo dejamos todo atrás sin mover ni un solo músculo.
Fernando Prado.
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