Vivimos en una época de constante intoxicación. Nos esforzamos por vivir en un entorno saludable, pero estamos rodeados de elementos tóxicos.

Que si la comida ecológica, la dieta vegana, la cosmética natural, las clases de yoga, el coach, los libros de autoayuda, el gym, el masaje una vez al mes, los ayunos, el agua de mar, la medicina y las terapias alternativas. Toda esta inversión de tiempo, energía y dinero no nos sirve de nada si aún así somos permeables a la toxicidad reinante.

A esta toxicidad también se le puede llamar estupidez. Basta con encender la tele una tarde cualquiera, escuchar las conversaciones anónimas mientras esperas el metro o acudir a ese templo que es para muchos el bar de la esquina para darse cuenta de que la estúpida toxicidad -o la tóxica estupidez- lo impregna todo. A veces es invisible y puede pasar desapercibida. Ha evolucionado como un ser con sistema nervioso central y gracias a su inteligencia y capacidad de adaptación ha desarrollado una gran habilidad para el mimetismo. Tiene, además, el don atribuido a los demonios de entrar en nuestros cuerpos y gobernarlos; así que cuando sales a la calle y sientes que estás rodeado de autómatas, de seres que deambulan sin voluntad, debes pensar que están poseídos por la estupidez o, lo que es lo mismo, que sufren un ataque de supresión de personalidad y han sido víctimas de la toxicidad. De la misma manera, cuando en un ataque de lucidez te ves ante el espejo como un títere, debes saber que seguramente has sido inoculado con la misma sustancia.

Todos somos víctimas potenciales. Depende de nosotros, en gran medida, asegurarnos de llevar encima el antídoto. A veces basta tan solo con una buena dosis de sentido común. Yo procuro tener en la nevera una bolsa de ese suero para suministrármelo de inmediato al ver aparecer los primeros síntomas.

Fernando Prado.

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