«Dicen que la muerte anda tras mis huesos, si es así la espero, para darle sus besos». Así cantaba Rodrigo González hace más de treinta años. Desde que el ex-presidente de México Felipe Calderón sacó el ejército y a todas las policías contra los narcotraficantes, parece que en efecto, la muerte anda tras los huesos de quién sea: Daño colateral, mala suerte, ajuste de cuentas, lugar equivocado, error, lo confundieron, se lo buscó. Son todos los nombres alternativos para decir «le asesinaron».
Los muertos y las muertas caen a tal velocidad que los cementerios, la morgue, lxs forenses, lxs investigadorxs, no dan abasto, y los cuerpos muertos se juntan a puñados, sin nombre, sin cara, sin historia, sin culpables, sin sus familias, sin dignidad. Un muerto se convierte en un número, muchxs muertxs en muchos números, miles en un problema. En un país tan rico gobernado por imbéciles, la solución es comprar tráilers con cajas refrigeradas para almacenarlos, apilarlos, amontonarlos y despojarlos de lo único que le queda a un cadáver, la identidad y la dignidad.
Muertas y muertos peregrinos hacia ninguna parte.
Augusto Metztli.
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