El movimiento de los chalecos amarillos se originó, en un principio, para protestar contra la subida de impuestos en carburantes, pero tras la combustión inicial se hizo obvio que los motivos de las protestas eran diversos -la supresión parcial del impuesto a las fortunas, los recortes en servicios públicos-. Lo que sí parece estar claro es que, más allá de la pluralidad y la ausencia de un liderazgo y una organización claros, hay un común denominador: el hartazgo de una parte de la sociedad francesa de una élite política cada vez más acomodada y la arrogancia de Macron, el joven lobo vestido de cordero que se presentó al mundo como el salvador de Francia.
Algunos señalan a la extrema de derecha de Le Pen como la responsable de avivar el fuego, pero lo cierto es que no parece haber una ideología detrás del movimiento de los chalecos amarillos, sino ciudadanos comunes cansados de que se les menosprecie, de pagar cada vez más impuestos, del despilfarro, de la Unión Europea.
La violencia que se ha generado no se justifica bajo ningún concepto, pero sí el espíritu que originó las protestas. En medio de la tierra estéril de las políticas de Macron el chaleco amarillo se yergue como un símbolo de lucha, un símbolo de resistencia social, de unidad y de esperanzas de cambio.
Fernando Prado.
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