Los recuerdos son indomables e indisciplinados, a veces aparecen sin que se les llame, sin mostrar el menor sentido del respeto a la necesidad de evocación -o a la carencia de ella- para decirnos que son libres y que pueden hacer lo que les de la gana sin someterse al yugo de nuestra voluntad. Algunos, los más fuertes, permanecen intactos días tras día y año tras año; otros, los más débiles, se van moldeando con el paso del tiempo, dóciles. Pero hay recuerdos que nos asaltan e inesperadamente nos sorprenden porque los creíamos olvidados o perdidos en algún lugar de la bruma resultante del movimiento continuo de las arenas.
Esta época del año es quizás la preferida para que los fantasmas más variopintos se reúnan y se sienten a la misma mesa a darse un banquete como si se tratara de una gran familia bien avenida. Se cuelan por cualquier grieta o agujero de nuestra cordura, por el lugar más inaccesible de la pesada estructura sobre la que sustentamos la rutina y ya no los puedes echar.
Hoy recordé a mi padre sacando una cerilla de la caja, rascando su cabeza contra el áspero lateral, parecía escuchar el chasquido que produce la chispa y presenciar la aparición del fuego milagroso en aquel trocito de madera. Yo sujetaba en la mano temblorosa una luz de bengala previamente extraída de una caja azul, hasta que finalmente se prendía. Corría excitado hacia el balcón y allí movía el brazo sin parar hasta que el fuego chispeante se extinguía. Toda la vida era ese instante.
Fernando Prado.
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