Supongamos que nos metemos en la lavadora y la cerráramos nosotros mismos. Sería como entrar en un pequeño submarino y cerrar la escotilla. Una vez dentro, tomamos asiento y nos abrochamos el cinturón de seguridad. Con un diminuto mando a distancia sellado herméticamente para que no le entre el agua, ponemos en marcha la lavadora. Pensar que estamos en un batiscafo tal vez nos tranquilice ligeramente. Poco a poco el interior comienza a llenarse de agua a 30 grados de temperatura para que no tengamos frío, el detergente es vertido y entonces todo comienza a moverse. Giros y pausas, vaciado y llenado; así hasta completar el ciclo de lavado. El momento más difícil del viaje es, sin duda, el centrifugado; aquí quizás convendría imaginar que saltamos al hiperespacio en el Halcón Milenario. Finalmente, salimos del habitáculo de la máquina -siempre me ha fascinado que los italianos utilicen la palabra macchina para referirse al coche- y nos dirigimos de inmediato al tendedero, ubicado al aire libre, y allí, antes de tendernos al sol, nos rociamos con desinfectante o lejía.
Supongamos.
Fernando Prado.
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