Gerardo, un compañero de la facultad de arquitectura, me pidió ayuda, había tenido un problema con su profesor de composición, no había entregado su proyecto en tres dimensiones y renderizado, porque no sabía hacerlo. Yo ya estaba libre de entregas, prácticamente de vacaciones. Así que le dedicamos un par de días con sus noches a hacer su trabajo, quedó chulo, lo entregó y libró el semestre. En gratitud me regaló unas cajas de gansitos y chocorroles, pues eso habían sido el combustible para sobrellevar el tiempo de trabajo. Además me invitó muy cordialmente a su pueblo. Su familia se dedicaba al cultivo de varias frutas, entre ellas la papaya. Entonces fue que demostré mi profunda ignorancia, insensibilidad y estupidez, le dije que si cuando fuéramos, podía ayudar a recoger las papayas, él sonrío y me dijo que no, por varias razones: hay que ser muy cuidadosos para cortarla y transportarla, además la leche que desprende del tallo, es corrosiva y al cabo de un tiempo te irrita y te puede abrir la piel. Trivialicé el trabajo del campo, romanticé un trabajo duro, como la recolección papaya, y me comporté como un urbanita desconectado de la tierra y sus valiosos frutos tropicales.
Cuando como y veo una papaya, pienso en ello. Poco a poco he intentado cambiarlo y apreciar el estado de las cosas, el origen, el tiempo, sus ciclos, sus aromas, formas, colores, sabores. Poco a poco lo interiorizo. Por eso cuando escucho adjetivos compuestos peyorativos como: «República bananera», me resulta injusto, relacionar frutas sabrosas y nutritivas, con prácticas corruptas, o actitudes criminales, que finalmente suceden en las repúblicas y monarquías a lo largo y ancho del planeta, incluyendo Europa.
La gente que habita los países más ricos del mundo, acostumbra viajar de luna de miel o por «placer» a sitios «paradisíacos» y tropicales. Uno de ellos (por ejemplo) es Cancún, o cualquier otro ubicado entre el Trópico de Cáncer y el de Capricornio, todos tienen en común (salvo contadas excepciones) que son resorts turísticos, construidos devastando manglares y ecosistemas tropicales muy sensibles. Visitarles es contribuir y fomentar ecocidios especulativos.
La vida en las zonas tropicales (idealizadas) no es fácil, no es romántico, no son vacaciones. Incorporar en el día a día hábitos, como mirar tus zapatos por dentro antes de ponerlos, no vaya a haber un alacrán de los güeritos y acabes en el hospital. O antes de matar al bicho que te ha picado en el brazo mirar qué es, para saber después cómo curarte. Ir por la calle haciendo los recados de siempre pero con 34 grados centígrados y una humedad terrorífica. Evitar ciertos horarios, que son cuando los mosquitos salen a merendar. Que te caiga un diluvio de quince minutos, se lleve tus chanclas y te moje tus cuadernos de la escuela, porque de esos aguaceros no hay cómo protegerte, que las descargas eléctricas o el viento te dejen sin luz muy a menudo. Vivir en el trópico tiene su encanto pero no es sencillo.
Por eso no me gusta el rollito tropicalero, pijo, edulcorado y tontuno de las canciones de Carlos Sadness, y su patético hábito de regalar mitades de papaya compradas en el super y envueltas en film, en plan marketing. Tratar al trópico en esos términos me resulta una práctica colonial, racista, clasista, y una apropiación cultural, solo hay que escuchar sus canciones: «Isla Morenita», «Nata y chocolate» o conjugando el «Ahorita» para darse cuenta de su actitud irreflexiva. Por eso sus trópicos no me representan, ni el de Carlos Sadness, ni el de lxs lunerosdemiel, ni el de lxs periodistas que hablan de repúblicas bananeras.
Mi trópico es el calor húmedo de Nayarit, las papayas de mi compañero Gerardo, las historias que me cuentan mis abuelos del trabajo en las haciendas, de los pescadores, de los maremotos, de los revolucionarios, de migraciones, el mar del Pacífico, los anocheceres tempranos, los piquetes de mosquitos en San Blas, las colas para sacar dinero en el cajero mientras te cueces al sol, el cantar de los alacranes, un mango chorreteando los dedos, madrugar para que te cunda el día, los cocodrilos de la Tovara y las ganas eternas de volver.
Augusto Metztli.
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