Un día cualquiera vas caminando con dificultad, hundiéndote hasta las rodillas en la nieve y mientras piensas en el bizcocho espolvoreado con azúcar glas que hacía tu madre cuando eras un niño y en el vaso de leche caliente que te ayudaría a sobrellevar el insoportable frío que estás soportando en medio de la ventisca, aparece en el horizonte difuso lo que parece ser un animal. Esos animales, que han pasado a formar parte de los diccionarios de seres mitológicos no existen, te dices, no puede ser un oso polar. Te detienes, intimidado por la mirada penetrante que te acecha y de pronto sientes miedo. ¿Y si de verdad está allí?, te preguntas. Eso supondría una amenaza inminente, te convertiría, sin más, en una presa. Después de una breve persecución, el oso fantasmagórico te daría un zarpazo o dos y, tras tirarte al suelo, cerraría su poderosa mandíbula en tu blando cuello. La nieve inmaculada se mancharía de inmediato con tu roja sangre y sobre ella quedarían esparcidas tus vísceras humeantes.
Te despiertas gritando y moviéndote como la cola recién cortada de una lagartija. Compruebas que todo sigue en su sitio y respiras. Te alivia saber que continúas vivo, pero te invade la zozobra porque sabes que los osos polares tienen los días contados.
Fernando Prado.
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