Se habla de normalidad, de la que había hasta hace unos meses y de la actual, que hemos bautizado como “nueva”. Me molesta el desparpajo, la facilidad con que se empaqueta lo cotidiano para venderlo como tragedia, porque las tragedias de la sociedad moderna y acomodada son un producto de consumo masivo colocado en los estantes y en las parrillas televisivas para demostrar que todos sufrimos por igual.
Las miserias se ocultan, se guardan en cajones bajo llave, se cuelgan en armarios oscuros o se arrinconan en esquinas húmedas. Es importante que nadie conozca nuestras carencias y debilidades porque el mundo debe ser una foto perfectamente balanceada. Hay un lugar para todo y lo que molesta lo apartamos, lo separamos. Nos agrupamos por clases y por razas -la pertenencia a una clase u otra determina la manera en que se diluyen los prejuicios raciales-. Cada uno en su sitio, por si acaso.
Arde Moria y de pronto las redes sociales se llenan de imágenes de familias durmiendo en la calle, de niños tirados en el suelo envueltos en mantas rotas, de centenares de personas apiladas en el parking de un supermercado. Refugiados que malvivían hacinados en un lugar horrible. Aquí al lado, en Grecia, uno de esos sumideros destinados al drenaje de los residuos que generan nuestras guerras, nuestra avaricia, nuestro apetito. Nunca están lo suficientemente lejos, sino a la vuelta de la esquina. Por eso construimos campos vallados, agujeros negros en los que se desintegra cualquier resto de dignidad.
Desde el sofá, con el mando de la tele en la mano, vemos el mundo a la carta, adaptando la información a nuestra conveniencia y a nuestro estómago. Pero ellos siguen ahí.
Fernando Prado.
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