Luisa era una mujer delgada, poca cosa. Al verla uno podía preguntarse de dónde sacaba las fuerzas necesarias para mover su menudo cuerpo. Siempre se la escuchaba yendo o viniendo, pues arrastraba sus pies en un caminar inseguro; sin embargo, detrás de cada pequeño paso que daba parecía haber una profunda reflexión, como si midiera distancias y calculara inercias con el fin de llegar al destino sin sufrir percances. Esa determinación era solo un reflejo de su carácter. Puede que la manera en que caminamos muestre cómo somos. A pesar de la curvatura que el tiempo había dibujado en su espalda era una mujer recta, que se mostraba erguida y orgullosa de su vida y de su familia más directa: su hija, su nieta y su bisnieta; tres mujeres valientes que son, cada una de ellas, un universo en sí mismas, pero que se han mantenido unidas sin importar ausencias físicas y lejanías geográficas, recordando en todo momento y sin dejar lugar a dudas, qué es lo verdaderamente importante -eso que tan a menudo solemos olvidar-.
Dentro de la concavidad de su pecho albergaba un corazón enorme que abría bondadosa y desinteresadamente con una alegría incontenible. Vivió sin complejos ni contenciones, de manera transparente y sin prisas, y resistió con una envidiable dignidad las embestidas del oscuro mar hasta que ya no pudo más y se fue durante el declive del otoño.Adiós, Luisa. Que la noche te arrope.
Fernando Prado.
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