Busco piso de alquiler

Busco piso de alquiler. La que hasta ahora era mi casera, la arrendadora, en la jerga del sector, ha vendido el piso. Eso significa que yo, el arrendatario, debo dejar el inmueble en breve. Esta vivienda se había convertido, no sin esfuerzo, en algo parecido a un hogar; una ilusión, sin duda, pero que cumplía con el objetivo de hacerme creer que tenía un lugar en el que refugiarme de la hostilidad del mundo.  

Me dicen que es sumamente difícil encontrar un piso de alquiler, como si no lo supiera, y que todo está carísimo. Me dicen que no encontraré nada mínimamente decente –consulten en el diccionario el significado de esta palabra- por menos de seiscientos cincuenta o setecientos euros. Lo sé. Llevó alrededor de dos meses buscando y diciéndome a mí mismo que no es posible, que algo aparecerá. Es un engaño, claro. Lo que pasa es que me niego a aceptar que he llegado a la frontera; a mis pies esta línea que separa lo que cualquiera considera una vida “normal” -con cursiva y entre comillas- de una vida precaria. Es como una enorme plasta apestosa en la que comienzas a hundirte inevitablemente, cuanto más te mueves, cuanto más reniegas más rápido te hundes. Setecientos euros, eso es más de la mitad de mi salario. De pronto la vida se convierte en trabajar únicamente para pagar facturas, no queda nada más. Le pagas una pasta a un propietario por un piso de mierda, le pagas a las eléctricas, le pagas a los bancos por ingresar tu nómina religiosamente cada mes. Estaremos de acuerdo en que nada, absolutamente nada vale lo que pagas, pero eso es otro tema. 

 Los hay que se casan y se compran un piso. Al cabo de unos pocos años, procrean y necesitan más espacio. Entonces se compran un piso más grande o una casa con jardín para poder tener un perro, añaden un coche más al garaje -preferiblemente un SUV- y el piso de recién casados lo ponen en alquiler con la idea de que los inquilinos no solo les paguen la hipoteca de esa vivienda sino también parte de la hipoteca de la nueva propiedad y, si puede ser, que cubran también el veterinario del golden retriever que duerme la siesta bajo el olivo del jardín. Qué mala es la envidia ¿no? Pues no es envidia. Es un plan estupendo, la verdad. Yo probablemente haría lo mismo, aunque me sobran la prole y el perro. El conservadurismo basado en la propiedad, el aumento del poder adquisitivo como vía de acceso a un estatus social que se considera decente –vuelvan al diccionario si es necesario-, el medio -de mitad- burgués, esa figura soñada. Lo que pasa es que la pasta, la prole y el perro a menudo no son suficiente para sustentar una felicidad de manual, publicitada a lo bestia como producto de consumo masivo. Y aquí es donde entran en escena los ansiolíticos o el alcohol o ambas cosas. Hipotecamos nuestra vida para comprar todo aquello que nos venden como garante de nuestra felicidad y luego nos encontramos con el vacío, que al fin y al cabo es la consecuencia de cualquier vicio, consumir, colocarte por la promesa de una felicidad envasada. Marketing. Publicidad. Engaño.  

El alquiler, en eso estamos. Desde el punto de vista del propietario no se pueden regular los precios -eso es propio de gobiernos comunistas y bolivarianos- porque sería lo equivalente a meter mano en la ley de la oferta y la demanda, es decir, mantener a raya el libre mercado, con lo cual éste dejaría de ser libre -a estas alturas ya todos sabemos qué es libertad-. La cuestión es que la acumulación de la propiedad no solo genera riqueza sino un mercado especulativo carente de escrúpulos -como todo mercado- al que es cada vez más difícil acceder. Los precios del alquiler están más allá de la estratosfera en las ciudades, sí, pero también en la periferia y hasta en los pueblos. A medida que el acceso a la vivienda se hace más difícil -un acceso que está directamente relacionado con el decrecimiento del poder adquisitivo de lo que antaño conocíamos como clase trabajadora– aumenta de manera significativa el movimiento okupa. No defiendo al jeta que ocupa una vivienda porque el sistema le roba, la banca le roba, el gobierno le roba, y de la noche a la mañana decide convertirse en okupa. Eso no tiene sentido. No puedes ser vegano -por ejemplo- si no tienes una conciencia ecologista, no puedes ser vegano y conducir un coche de 100.000 euros, motor V12 de gasolina y 500 CV de potencia. Eso es una pose, una incongruencia molona. Pero cuando una persona en una situación desesperada opta por ocupar una vivienda vacía antes de dormir en la calle no solo reivindica su derecho constitucional a una vivienda digna, también, creo, es lo que haríamos muchos si nos encontráramos en situación extrema.  

La mitad de la población española está en la frontera entre una vida “normal” -de nuevo con cursiva y entre comillas- y una vida precaria. ¡Qué exagerado! Puede. Que levanten la mano los que ganan más de 1500 euros netos al mes. España, ese país que presume tantas veces de “europeo” tiene un problema con la vivienda –tiene muchos otros, algunos más graves, por supuesto-. 

He olvidado qué es un hogar. Tal vez nunca lo supe, por eso al principio hablo de que es una ilusión. Pienso que un hogar para mí es el espacio en el que me aíslo del mundo buscando refugio, una especie de celda en la que me recluyo voluntariamente y en la que me siento a salvo. La mayor parte del día vivo en el caos, en el ruido, en el polvo, una agresión constante. Por lo tanto, considero que el espacio al que me gustaría llamar hogar debe ser un espacio diáfano, en el que se respire paz, un lugar ordenado y neutral, despejado, carente de elementos que puedan constituir una agresión a mis sentidos. Si al entrar en él me siento agredido es que no estoy en el lugar adecuado. Hay que hacer concesiones, claro, llegar a acuerdos, buscar la manera de disfrazar aquello que nos produce rechazo, que distorsiona nuestra estabilidad o que dificulta lo que debería ser la sencilla consecución de la tranquilidad dentro de un lugar que no es más que una extensión de nosotros mismos, el reflejo de nuestro carácter y personalidad, el eco de nuestra forma de vivir y de entender la vida. La armonía es aquello que nos permite mantenernos a flote en el mundo hostil, una especie de salvavidas al que nos aferramos en medio de un mar revuelto. La violencia, el ruido, la insensibilidad, la mediocridad, el caos, la banalidad, el odio, la frustración, todo eso debe quedar al otro lado de la puerta y dejar de ser una amenaza continua. Esto puede sonar a fantasía neoburguesa. En cualquier caso, les recomiendo que visiten cualquiera de los portales inmobiliarios más conocidos en la red y se den un paseo por la realidad –en caso de que les sea ajena-. Pasen y vean.

Fernando Prado.

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