
El sol comenzaba a asomarse detrás de la línea del horizonte. Yo contemplaba el amanecer como si fuera el único testigo en un planeta vacío. Notaba el aire colándose entre mi ropa y sentía una ligereza inexplicable. Aparté la mirada un momento y vi que mi cuerpo estaba unos metros más abajo, las piernas y los brazos se agitaban y entonces comprobé que me estaba precipitando al vacío. Estiré el brazo derecho para tocarme la cara y en su lugar lo que se encontró mi mano temblorosa fue mi cuello desnudo que se agitaba como la cola de una cometa, un cuello larguísimo al final del cual estaba mi cabeza. Me entró el pánico. Allá abajo todo eran manchas de colores difusos y texturas indefinibles. Volví a buscar el horizonte; una semi circunferencia brillante se reflejaba en el mar plateado y teñía las nubes del color de las naranjas y los melocotones.
Al despertar, estaba mirando por la ventana; mi cuerpo seguía tendido en la cama descansando plácidamente. En el edificio de enfrente una mujer regaba los geranios bañados por los primeros rayos del sol. Me embriagó la esperanza.
(Este texto forma parte de la serie «Microrrelatos» iniciada con el confinamiento en marzo de 2020)
Fernando Prado.
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