Mirarse los pies

Hay quienes caminan mirándose a los pies. Se levantan de la silla y al mismo tiempo que dan el primer paso orientan su mirada hacia la tierra, al lugar en el que plantarán su pisada. Normalmente, las cosas ocurren por encima del suelo, a otros niveles; el suelo solo nos sustenta. Nos mantenemos pegados a él gracias a una poderosa fuerza invisible llamada gravedad, y sobre él construimos edificios, carreteras, fábricas, parques.     Caminar mirándose a los pies es como mirarse al ombligo. Creo que tiene algo que ver con la inseguridad y al mismo tiempo con el ego. Mirarse a los pies es mirarse a uno mismo mientras se avanza sin que nada más importe, pero también es no querer salir de la concha; el miedo a ser devorados en el exterior nos lleva a devorarnos a nosotros mismos.

Los pies son una de las partes más fascinantes del cuerpo humano. Soportan todo el peso de nuestros huesos, músculos, tendones, de nuestra piel, de nuestros órganos, membranas, humores y líquidos durante los años que vivimos, que pueden ser muchos. No somos verdaderamente conscientes de lo importantes que son y de la maravillosa función que cumplen -sin ningún afán de protagonismo- que es, ni más ni menos, que la de mantenernos de pie, erguidos. De ahí, ahora que lo pienso, puede que venga el concepto de dignidad. Cuando no podemos caminar y valernos por nosotros mismos es el fin. La incapacidad de ejercer nuestra voluntad, de gobernar nuestro cuerpo. Por eso arrodillarse es humillarse, ceder ante la enfermedad, el adversario, el sistema, abrazar una religión o una ideología. La sumisión. La anulación.

Si cada vez que emprendemos la marcha nos miramos los pies, y lo hacemos a menudo mientras vamos a comprar el pan o de camino al trabajo o a la farmacia podemos perder de vista todo lo que ocurre en otros niveles. El horizonte desaparece, también el tránsito de las nubes o el vuelo de los pájaros. Mientras avanzamos con la cabeza gacha no somos capaces de ver de dónde nos va a venir la próxima colleja.

Una vez, durante la adolescencia, conocí a un chaval que llevaba consigo una cámara de vídeo a todas partes -un lujo en aquella época-. Le gustaba grabarlo todo y a menudo estaba ideando guiones para cortometrajes. Yo, que participé como “actor” en varios de esos cortos, le pregunté un día por qué estaba tan obsesionado por rodar constantemente escenas en las que el plano era ocupado por unos pies que caminaban sobre el asfalto o la hierba. Su respuesta fue que el espectador no puede saber a quién pertenecen esos pies, si se trata de los pies de un albañil, de una enfermera, de un ingeniero o de una filósofa. Los pies, según él, eran un recurso que aportaba misterio y, además, carecían de identidad al no poder vincularlos directamente con un cuerpo, un rostro, unos rasgos, una voz.

Tal vez cuando se camina mirando a los pies lo que se busca es afianzar nuestra identidad, que el polvo se levante ante nuestra pisada firme en un intento de reafirmación.

Desde que tengo uso de razón y según los registros de mi memoria, siempre he preferido avanzar viendo el horizonte y caminar mirando hacia las nubes. La expresión “estás en las nubes” llegaba a menudo a mis oídos con un tono hastiado y a manera de reproche por mi tendencia a evadirme. A día de hoy, continúo haciéndolo. Disfruto contemplando el movimiento de las nubes, viendo cómo se transforman continuamente, a veces hasta desaparecer, cómo se tiñen de lilas al amanecer o de naranjas al caer la tarde.

A los trece o catorce años quería ser ornitólogo; había asumido entonces que jamás podría volar y que la mejor manera de acercarme a ese deseo frustrado era estudiando a las aves.

Al atardecer salgo al balcón y presencio maravillado el espectáculo: la luz se escapa, el cielo se oscurece y las nubes cambian de colores y formas; las golondrinas, vencejos, gorriones y estorninos vuelan frenéticamente antes de buscar refugio en los tejados o en los árboles; los murciélagos despiertan de su sueño vampírico y comienzan a sondear el espacio en busca de alimento. Es un momento mágico en el que se mezclan alegría y angustia, belleza y tristeza. Apoyado en la baranda del balcón soy consciente de lo breve que es todo. Allí, ante la vibrante escena del ocaso como principio y fin, bajo la mirada hacia mis pies.

Fernando Prado.

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