
El día en que buena parte del mundo celebraba el nacimiento de Jesucristo en Belén, el cohete Ariane 5 despegaba con éxito del puerto espacial de la Agencia Espacial Europea en la Guayana Francesa. Este cohete transportaba el telescopio espacial James Webb, que viajará hasta el punto Lagrange, a 1,5 millones de kilómetros de la Tierra. Su misión es captar la primera luz del universo, aparecida hace 13.700 millones de años.
Mi fascinación por la carrera espacial se debe a la capacidad del ser humano de llevar la tecnología y la ciencia siempre un paso adelante, pero también a que, a medida que sabemos más sobre nuestro planeta, el Sistema Solar, las estrellas, y cuanto más lejos llegamos, soy más consciente de nuestra insignificancia.
Mientras el telescopio James Webb surca el espacio hacia su destino, nosotros permanecemos adheridos a esta bola que orbita alrededor del Sol a más de cien mil kilómetros por hora y, en medio de la habitual debacle, un agente infeccioso microscópico se empeña en fastidiarnos, cuestionando nuestra manera de vivir y de relacionarnos hasta el hartazgo. Vivimos subyugados, cautivos del miedo y la incertidumbre. Llevamos casi dos años inmersos en esta locura cuyo fin no se vislumbra y, sin embargo, aún tenemos la esperanza de que todo volverá a ser como antes.
Quizás ahora, más que nunca, sea necesario contemplar cada amanecer con humildad, disminuir todo lo posible el ruido a nuestro alrededor para escuchar una risa sincera, descorrer las cortinas para que entre la luz, y ya que estamos vivos de casualidad, hacer lo único que podemos hacer: vivir.
Ariadna -la más pura- era una princesa cretense, hija de Minos y Pasífae. Se enamoró de Teseo, a quien entregó un ovillo del hilo que estaba hilando para que pudiese encontrar la salida del laberinto tras matar al Minotauro. Todos parecemos estar sujetando ese hilo.
Felíz 2022.
Fernando Prado.
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